Ensayo sobre la poesía de Jorge Carrera Andrade
César Dávila Andrade
Había una vez un titán, durísimo a la enfermedad, a la fatiga y a las tribulaciones. Llegado a la adolescencia, como todos los de su estirpe, sintió necesidad de abrazar el descomunal ejercicio de asaltar el cielo; y fracasó. Su frustrada acometividad le quebró el entusiasmo; mas, subsistía la ansiedad celeste en el fondo de su corazón. Por esto, fue tomado por la melancolía. Y amó esta tierra que estaba diademada con la perdida inmensidad gaseosa. Desde aquí, sobre ancha mesa de piedra inmemorial, pan de polvo y arenisca, siempre rodeado de oscuras y palpitantes almácigas, escribió lo que veía bordado sobre el manto que los dioses habían olvidado sobre el mundo.
Y el titán ya no descuajó enebros ni abetos, ni arces ni tilos ni arrayanes; no embalsó estuarios, ni ríos, ni esteros; no destripó endriagos, ni dragones, ni vestiglos…Su vida activa de asaltador celeste había concluido. Era ya sólo un titán contemplativo. Como en una pena sagrada, estaba condenado a cumplir—por los siglos de la poesía—esa hialina y diáfana labor de absorber la visión de la trama de los sueños deíficos, proyectada en el velo huidizo de las formas. Y fue crucificado en la incolmable ventana de los contemplativos. El eterno poliedro, ejecutaría para él—eternamente—su inmóvil danza, acechada de música cromática, perseguida de sucesivos ventanales yacentes.
Un día, contemplando las formas del latido manifestado, escribió un libro que apoya sus alados codos en una doble vertiente. Y lo llamó Lugar de origen, con nostálgico modo ambivalente.
Evocaba su provincia terrestre y su etéreo burgo inalcanzable. La naturaleza, la Madre Milenaria, descubriéndose los senos, le llamaba a través de los árboles ya invisibles; de los archipiélagos sumergidos; de los jardines en algo insonoro del cuarzo. El inmenso vientre ancestral, profundo como un floripondio, en la noche, volvía a absorberlo con su inalienable y sagrada animalidad. La madre múltiple alzábase ante él, con su infinita escala de regazos en caracol; con el manantial sucesivo de todas las lactancias. Todas las canciones de cuna—entreoídas a través de una muralla rosa—, cantaban nuevamente—para él—engarzadas en una inmensa guirnalda anudada a mil gargantas maternales.
Veía el panorama profuso de su palacio dividido por la infatigable rueda de los nacimientos. Su casa ubicua e inalterable. Y ansiaba retornar. Su mismo vagabundaje, insuflado en ansiedad centrífuga, no era sino la tentativa del gran descubrimiento de su cifra individual sobre el tablero cósmico. El pasó bajo la blancura semoviente de la nube: sobre el cuenco fluctuante de la nave; a través de la presencia inconsistente de la sombra. El mundo llegó a convertirse en el dintorno de su propia alma, acoplado a ésta, como una suerte de matriz extravertida. Una implacable conciencia—total e ilesa— fustigándole siempre el sueño y la vigilia, le impelía a buscarse en los tiempos, en los regazos, en los valles. Comprendió, de pronto, que el mundo era su valle nativo. Y su lugar de origen adquirió el sortilegio de un prisma a causa de su extrema y esplendente movilidad. Pero, él, por su fuerza omniabarcante, era el gran inmóvil encaramado en la ola de inestabilidad. Estaba ya condenado a “registra el mundo”. Sediento y solo. La cuna de su último nacimiento, habíase trocado en su punto de partida en la tierra, la sangre y el cielo.
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Yo le había escrito cierta vez: Hoy he retornado a mi lugar de origen, habiendo leído su último libro, Poeta. A mi cielo de origen. Porque todos somos oriundos de una celeste comarca en la que el oro aún no es metálico, y el agua es sólo un tenue esquema vaporoso. Todos hemos venido de allá, pero son pocos los que pueden retornar a voluntad.
El cielo es un estado de alma, y, a pesar de no tener espacio, alberga habitantes de inasible anatomía. Usted es uno de ellos, Poeta. Un habitante puro de la poesía. Y es un hermoso y nostálgico pretexto su vuelta –a través de su libro—a este país terrestre que tiene un océano impar y selvas gemelas; en el que el aguacate “elabora un secreto, su sustancia de flores, de venas y de climas”, su hondo y frío ovario de tanino y de cera, su piel de rodilla frescamente botánica.
Sé que su lugar de origen queda frente a la vaga ciudadela del zodíaco, pasando las llanuras de los machos cabríos de Marzo. Limita, por el norte, con tridentes, asteroides y palomas de magnesio; al sur, con el atlas purpúreo de Saturno y una cadena de amuletos y galaxias; al este, con una ventana abierta por los ángeles, recibos de lluvias y el facsímil de un sismo venidero; y al oeste, por la primera brizna de hierba inscrita en las páginas del Génesis.
Ahora, poeta, quiero, recordar algo de lo que vi allá, en donde se origina, a través del sueño de Dios, la divinidad proteica de los hombres.
Ante todo, siempre le he visto a usted como ese gran santo hidrográfico, por el que Cristo pudo vadear un río sin nombre ni afluentes. Usted ha vadeado los insomnes océanos, con un niño de poesía sobre el hombro, como un extraño san Cristóforo. Ha cruzado mares que tienen uvas de ámbar y madréporas; sirenas de rosada esponja; graderías de sulfato sonoro; estrellas de fría gelatina; monstruos de negra goma ramificada y palacios dendriformes. Ha tramontado las altas montañas coronadas de nieve metafísica y cruzado las llanuras inmensurables que Dios alisa con las manos, como después de un gran cansancio. Y, en su viaje, ha descubierto Usted una fauna angélica y una flora con ejemplares de deliciosa poesía terrena. Ha visto Usted el gorrión que tiene la lengua dibujada en el maíz; el caracol en su armazón de tímpano calizo y está concebido en anatomía de albúmina contráctil; duendes frutales, con encéfalo de nuez humanizada…
A veces, pienso que los ejemplares de su fauna poética pertenecen, más bien, a la fresca familia botánica. Los “insectillos de carne vegetal”, los “pétalos que vuelan”, las nueces con sus breves circunvoluciones de azúcar parda, me inclinan a creer que Usted, en un lejanísimo avatar, fue un joven hortelano que caía en éxtasis ante las umbelas, las alubias, “las boinas escolares de los hongos”. Por esto, tenemos hoy su poesía, en la que, la línea divisoria entre la fauna y la flora, tiene la dulce vaguedad de la savia mezclada a la sangre de esos clarísimos animalillos que tienen aún, por alas, una hoja de albahaca, o por testuz, un par de estambres fríos.
Asimismo, los adorables y humildes seres de su fauna poética, gozan ya de incipientes atributos humanos y algunos han llegado a la tornasol ceguera de los niños; y al morir no se confunden con la proteica y verde alma de la Naturaleza, sino que ascienden a ese inmemorial cielo en el que los ángeles tienen una nodriza aún intocada.
Todos sus minerales, Poeta, son seres fantasmagóricos, animados por los amorfos espíritus que inspiraron a los alquimistas y que aún presiden las recónditas cristalizaciones y la recoleta efervescencia del mundo atómico. Este divino universo asexual que los dioses amasan en el más hondo silencio de la materia inmortal.
Todo ese mágico atlas despliega la fábula biológica de su poesía, iluminado por esa suerte de santidad artística que es fruto inalienable del dionisíaco, cuando se alza en el Universo, como en un infinito templo de alegría y de embriaguez. Cuando ya se puede ver en el fondo de la noche cómo “un sideral labriego desparrama sus espigas de fósforo” y oír esa “música suspirada por altísimos labios”; aunque, a veces, se baje tanto a la entraña de la materia poética, que se sienta el indescriptible ámbito de ese “lugar de origen” en el que la soledad es la “única patria humana”. Y la única poesía.
Y, en este momento, antes de abandonar este absoluto estado, recuerdo, no sé por qué, la devota y parda figura de aquel dulce monje pintor que se ponía de rodillas para dibujar una col del huerto conventual, en tanto que sus serenos ojos de contemplativo, abríanse hacia el éxtasis de las más secretas y deliciosas urdimbres de la vida
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Había yo comprendido que su estirpe de titán contemplativo, ahogando en él la aptitud del cíclope elemental, habíale dotado de la desolada y lúcida receptividad del visionario. Y le había dado tres elementos vitales para el mágico ejercicio: Un destino, El Viaje; un órgano, La Ventana; y un estado, La Soledad.
Era ahora un artífice caído de rodillas en el fondo de un inmenso caleidoscopio. Su única plegaria, podía concretarse así: “Señor, dame la luz con que pueda contemplar todo el mundo, átomo por átomo”.
Y se disponía a manipular la real e ilusoria materia que reviste este entrañable guijarro sideral. Sabía de antemano que esta materia lleva ínsito el oleaje de las modificaciones que originan la acción. El, como contemplativo, flotaba sobre aquella, describiéndola. Interfascinándose, cerraban el arco del éxtasis. De su fondo, emergía el poeta con su delgado mensaje visible, como un espejo con la lámina de un bosque.
Viaje, Ventana y Soledad—esa soledad que hace suspirar las estatuas—, afinaron sus instrumentos perceptivos. Conocía la lentitud de las nubes por el tacto; la porosidad de los aromas y el color; las huellas digitales de Dios en los microgramas; “la calderilla de hojas” que el viento lleva a rastras; la manera de trinar del agua, por la burbuja; la unidad estatuaria de la blancura que, revoloteando, pretenden las palomas reunir.
A veces, los ojos de granizo eterno de Heráclito, abríase en el rostro del Poeta. Era una de las etapas del contemplativo. Miraba entonces la fluencia de la naturaleza desde una ventana abierta en el sereno muro de su alma de viandante. Las formas corrían en onda innumerable. Era el curso del tiempo; el flujo de los días; el devenir ineluctable de las áureas medallas del otoño. La corola del irreductible cosmorama, giraba sin cesar…
Sintió oprimido su corazón ante las migraciones, las estaciones, los adioses, grabaos en el inmenso aro nupcial de la vida y la muerte, el cambio y la presenciar. Todo lo contemplaba “como un fluir de astros, de arenas, de edades”. Y, en tanto que el cambiante y absoluto río se deslizaba, la lengua del Peta se abrió, herid, bautizando a las perecederas cosas con nombres de ternura perdurable: Tú, polvo, “sastre de los espejos”. Tú, Octubre, “mercader vespertino”. Había ya descubierto la fiel actitud de las cosas; sus exactas ocupaciones; sus predestinados oficios; y las llamaba: Tú, tú, Tú nodriza, hortelana, agrimensor. Tú, “vendedor de espejos”, tú, “monja panadera”.
Pero, he aquí que, de pronto, esta facultad de ver pasar se transforma y el Poeta se siente dentro de lo observado. El conocedor y lo conocido unifícase mágicamente. Siente y sufre desde el objeto de contemplación. Mira desde el interior, reintegrándose. “Me voy mezclando, mar, a tus tumultos”, exclama mientras el oleaje lo reabsorbe. “Mi cuerpo entra en el flujo de tu eterno trabajo”.
Las esencias le devoran y le entregan sus regazos elementales, ardientes de plasma originario. Es así, como el Poeta, desde la presencia corpórea del Universo, desciende a la Esencia universal.
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Había una vez un titán contemplativo… (1948)
JORGE CARRERA ANDRADE
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