Cristina Burneo Salazar
Leí La guerra de los mundos cuando tenía doce años. Mi edición era de la colección Club joven de Bruguera, tenía portada amarilla, tapa dura y creo que venía ilustrada. Fue un regalo de mi “novio” de la infancia, que me dio el libro en una hamburguesería que se llamaba Tropiburger. Entonces conocí a H. G. Wells y supe por primera vez lo que era la ciencia ficción, o más bien lo intuí.
La novela de Wells, publicada en 1898, inicia así: “En los últimos años del siglo diecinueve nadie habría creído que los asuntos humanos eran observados aguda y atentamente por inteligencias más desarrolladas que la del hombre y, sin embargo, tan mortales como él”. La narración habla de Marte, Wells imagina el planeta rojo para decirnos que no estamos solos en el universo. No es Dios quien nos acompaña, sino otros seres. “Pero tan vano es el hombre y tanto lo ciega su vanidad, que hasta fines del siglo diecinueve ningún escritor expresó la idea de que allí se pudiera haber desarrollado una raza de seres dotados de inteligencia”.
Esta pregunta por la vida fuera de la Tierra es el punto de partida de la narración de Wells, que relata la llegada de marcianos a las afueras de la ciudad de Londres. Un cilindro metálico aparece un día en la superficie del planeta. Los terrestres saben que estos otros seres no serán salvadores ni dioses, sino invasores, porque así hemos concebido al otro históricamente, y así lo plantea Wells desde la ciencia ficción.
Los marcianos van apareciendo, despliegan su tecnología y construyen fortalezas desde las que organizarán sus ataques. Llama mucho la atención en la novela de Wells que estas fortalezas metálicas y verticales, que se levantan por sobre la tierra hasta a treinta metros de altura, coincidan más o menos con la aparición de la arquitectura vertical en los paisajes urbanos de fines del siglo XIX. La torre Eiffel, por ejemplo, se empezó a construir en 1887. Mirando a través de La guerra de los mundos, podemos pensar en esta oda a la arquitectura vertical como un signo del futuro: el uso del hierro nos regalaría alturas que ya no son montañas ni catedrales. Así, cuando Wells habla de los marcianos habla también de nosotros, de ese futuro nosotros moderno.
Volviendo a la novela, la gente en Londres entra en pánico, huye, muchas personas mueren atacadas o quemadas en una tragedia dada por el encuentro entre dos mundos que se temen antes de conocerse.
Hay que decir que Wells escribió también El país de los ciegos en 1904 y que esta novela está situada en un Ecuador montañoso cuyos habitantes se han acostumbrado a vivir sin el sentido de la vista, que desaparece generación tras generación a causa de una enfermedad. Este país de ciegos, situado también en los mundos de la ficción, toma la forma de unos Andes genéricos en los que se funden nombres y evocaciones que corresponden a Ecuador, Colombia, Perú: “A trescientas millas del Chimborazo y a cien de las nieves del Cotopaxi, en la región más desierta de los Andes ecuatoriales, ábrese el valle misterioso donde existe el país de los ciegos donde algunas familias de indígenas peruanos se refugiaron en él para huir de la tiranía de los colonizadores españoles.” Lo que llama la atención aquí es que H. G. Wells jamás debió imaginar que una ciudad de ese país andino y ficticio que había imaginado en El país de los ciegos fuera escenario de La guerra de los mundos. Ficción sobre ficción, Wells en los Andes, el país de los ciegos enceguecido, incapaz de distinguir la ficción de la realidad ante un ataque de marcianos anunciado en Radio Quito 45 años después de publicado El país de los ciegos.
Las familias que vienen de Quito y quienes presenciaron los hechos del 12 de febrero de 1949, todas guardan aún en su memoria colectiva historias de esa noche. Esa memoria regada en los habitantes ha conservado los detalles de cómo la ciencia ficción se hizo con la ciudad y se desbordó hacia afuera de las páginas de la novela de H. G. Wells. La literatura salió a alterar la realidad con unos efectos especiales que el cine de hoy no despreciaría a causa de la adaptación que hizo de la novela de Wells Leonardo Páez, director artístico teatral de Radio Quito en ese momento. Esa adaptación se dramatizó por radio esa noche de febrero durante veinte minutos.
En mi familia, por ejemplo, la historia se ha conservado por el trabajo de mi abuela. Cuando le pregunto, mi madre me cuenta que mi abuela era jefa de operadoras del entonces IETEL, el instituto de telecomunicaciones. Ella no sabe si esa noche mi abuela estuvo de turno o no, aunque solía trabajar el fin de semana. Lo que sí recuerda mi mamá es que, días después de la transmisión del guion de Leonardo Páez, las operadoras de IETEL seguían sobrecargadas de trabajo por telegramas y llamadas que hacían las familias de fuera de Quito para saber si sus parientes habían sido asesinados por los marcianos. Las hermanas de mi abuelo migraron a Argentina y mi mamá aún recuerda que ellas intentaron comunicarse por días a través de IETEL para poder saber si alguien de la familia había muerto en la invasión.
La noche del 12 de febrero de 1949, Páez dirige la dramatización del ataque de los marcianos a Quito. Se va a transmitir por la noche, cuando las familias se reúnen a escuchar la radio, reinvención tecnológica del antiguo contador de historias alrededor del fuego. No hay un escenario ni una pantalla de cine: lo fantástico de esta adaptación es que la historia sucede en todas las casas donde hay una radio prendida. Allí, en cada casa, luego en las calles, la audiencia se vuelve personaje de esa adaptación y de la historia de Wells al cumplir del rol del “invadido”, del terrícola indefenso, de quien tiene que huir igual que huían los personajes de la novela de Wells en las afueras de Londres. En la radio, toda la potencia de esa historia se pone en marcha por medio de la escucha y se desborda hacia casas, familias, calles.
Los que siembran el viento, volumen editado hoy por El Fakir, es un texto que escribe años más tarde Leonardo Páez desde Venezuela, a donde había tenido que irse por las consecuencias de su trabajo artístico, para contar qué pasó esa noche del 12 de febrero de 1949. En el vivo prólogo de la novela, Pepe Laso narra que en su casa se escuchaba la radio en una “RCA de tubos de donde salían voces, noticias atrasadas, discursos de los eternos salvadores de la patria, canciones y las radionovelas Colgate-Palmolive”. Pepe tenía diez años cuando el ataque de los marcianos. Una noche, narra, de manera abrupta el locutor interrumpe un pasillo que interpretaba el dúo Benítez Valencia: los marcianos nos han invadido, están por entrar a la ciudad. La transmisión dura solo 20 minutos, pero esos breves momentos producen un pánico creciente y masivo que no distingue realidad de montaje.
Los marcianos vienen a matarnos, es la idea que tenemos de ellos. Frente a la invasión, las familias quiteñas ven que es inminente el fin de sus vidas. Páez narra que se suceden despedidas, llantos, confesiones de infidelidad, de enfermedades venéreas, plegarias: hay que sincerarse porque viene la muerte. Esa noche, el pánico no tiene lugar sólo en la ciudad, sino también en las conciencias de quienes creen que van a morir. Ese pánico lleva a la multitud a incendiar el edificio en donde funcionan Radio Quito y diario El Comercio. Mueren seis personas.
La de Leonardo Páez en Quito no fue la única dramatización de la guerra de los mundos que causó pánico ni fue porque Quito fuera una ingenua aldea alejada del mundo. Los marcianos amenazaron otras ciudades. Diez años antes, en 1938, Orson Welles realizó una adaptación de la novela de Wells que se transmitió en Nueva York. Allí también colapsaron las telecomunicaciones y la gente entró en pánico. En el proceso legal que se le hace a Leonardo Páez en Quito tras la tragedia del incendio del edificio, el juez le pregunta, justamente, si conocía este hecho: “Se me ocurre enterarme si Ud. Sabe quién es Orson Welles. -El famoso actor de cine. -Correcto. -¿Supo Ud. que él en Nueva York antes que en Quito, por radio, transmitió La guerra de los mundos de H. G. Wells? -Naturamente. -Y que produjo gran alarma, por cierto. ¿Sí? -Sí, señor fiscal.” A Páez no le queda sino declararse “artísticamente imprudente”.
El experimento de Welles y de Páez se repitió en México décadas más tarde. En 1998, a las 2 de la tarde, un noticiero local dio la noticia: “En la ciudad con nombre de un cráter de Marte, Jojutla en el estado de Morelos, se escenificó una vez más en radio la novela de H.G. Wells La guerra de los mundos, tal y como lo hiciera hace 70 años el cineasta Orson Welles. La producción fue realizada por la sociedad astronómica Urania”. Desde la ciudad de México, el periodista Enrique Campos Suárez, narra la prensa, “confirmó por su parte mediante la lectura de ficticios cables internacionales la detección de un objeto volador no identificado por la NASA y la agencia espacial Europea”. En México también se registraron ataques de pánico e ira de algunos radioescuchas al saber que todo había sido una dramatización como la que Páez hizo en 1949, pero eso no impidió que el gobierno mexicano ordenara confirmar si en efecto se trataba de ficción.
Páez tuvo que salir de Ecuador luego de huir de la radio esa noche. Su huida se parece a la secuencia de El Chulla Romero y Flores cuando el protagonista huye de la policía, por lo cinematográfica y por introducir en esta historia otro elemento real que, sin embargo, parece venir de la ficción. Así como el Chulla Romero huye por los tejados con ayuda de los vecinos, así mismo Páez huyó por los tejados de la radio con ayuda de un amigo: “Dos hombres han conquistado el nocturno y temeroso mundo de los techos”, narra, y continúa: “Casi a tientas, valiéndose de las manos para guiarse, los dos individuos prosiguen dificultosamente su camino salvando, poco a poco, esa intrincada topografía de cangilones y de tejas que crujen al quebrarse.” Por los tejados, van saltando y dejando tejas rotas cuadra a cuadra hasta que dos estudiantes colombianos los identifican desde su ventana y les ofrecen ayuda. En esta secuencia al estilo de una película de acción, Páez inicia su escapada de Quito. A él tampoco lo acompaña Dios, lo sabe. Su “error”: invitar a la ciudad al mundo de la ciencia ficción. Lo único que se llevó a su exilio fue una acuarela en miniatura en donde aparece El Tejar. Llegaría a Venezuela, desde donde hoy, reeditado por El Fakir, nos vuelve a contar su historia.
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