Aquellas alas, dentro de aquellos días.
Aquel futuro en que cumplí el Estío.
Aquel pretérito en que seré un niño.
Desierto, tú quemaste la quilla de mi cuna
y detuviste a mi Angel en su Agraz.
La madre era ascendida al plenilunio encinta,
y en un suceso cóncavo
trasladaba sus hijos a sus nombres
y los dejaba solos,
atados a los postes de los campos.
Arrimada a su paño de llorar,
venía la Nodriza,
tan humilde
que no tenía derredor ni Dios.
Yo le besé en la piel los labios más profundos
de su cuerpo,
y desperté en el fondo de su vientre
al Niño sucesivo que no muere.
Hermanos: nuestras edades crecían en silencio
-codo con codo-
en ese tiempo de antes, siempre solo.
El primogénito, con su alma ya en pecado,
y el último de la mano aún de su Angel.
Jugamos diez lejanas vacaciones
y hallamos tréboles equivocados.
Oh Auroras, oh Albas, oh Beatrices,
en vuestras fiestas íntimas nos vimos
sin el espejo que podía recordaros.
Entonces, sin hablar, ya nos dijisteis:
«Antes de que estos ángeles no mueran,
no se puede entregarles el Secreto».
En mi circuncisión viose brillar el rostro de una muerta.
Piel vagabunda, descendiste,
y ardió en el viento el cuerno de la Bestia.
Pero ya nuestra casa está sola de hermanos
y llena de la aguja de la madre.
Y la aguja nos mira,
con su luz apoyada en una lágrima.
Se abren los horizontes del orgasmo.
Luciérnagas y Novias sonríen con el ombligo.
Nuestras hélices flotan en la plegaria.
Llega la bestia que ha de conducirme
a los frescos osarios del Altísimo.
Chorrea el Tiempo entre las comisuras.
Y en el último cielo de los siglos
revolotean las Tres Manos de Dios
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