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Historia de una campeona

Abr 6, 2022 | Artículos | 0 Comentarios

Historia de una campeona

por César Augusto Salazar

 

Crónica

Tengo que caminar seis kilómetros porque cerraron la vía para la competencia. Esther Galarza está a punto de competir en la contrarreloj. La geografía de la mitad del mundo es desértica, ocre, cáustica; el paisaje semeja a momentos al de un planeta deshabitado o al de un sitio de Medio Oriente. Sería un lugar ideal para que Elon Musk construya el ascensor a la luna, pienso mientras empiezo a sentir la fatiga de caminar en cuarenta minutos lo que camino probablemente en un mes. Me duele la espalda, me duelen las pantorrillas, empiezo a sudar. Trato de darme ánimos pensando en que Esther Galarza tiene que recorrer treinta kilómetros en la bicicleta.

esther

Pasan velozmente algunas chicas en bici en una curva y me parece que Esther va en ese pelotón. Me acerco donde un joven que, con cronómetro en mano, va anotando los tiempos con esfero azul sobre un papel. ¿Quién va primera?, pregunto. La 101, me dice. Ese es el número de Esther. En noviembre de 2020 había dejado de correr. La pandemia hizo que el equipo para el que corría le redujera el estipendio mensual y, luego de quedar en el puesto 16 en la vuelta a Colombia (compitió con una fuerte gripe) se resignó a dejar la bici por falta de apoyo.

El padre de Esther decidió radicarse en el Oriente ecuatoriano para emprender en un negocio de fabricación de avena, mientras Esther empezó un negocio propio de venta de bicicletas, repuestos, accesorios y servicio mecánico. Su padre enfermó y murió al poco tiempo. Esther, con el duelo a cuestas, seguía trabajando en su negocio, hasta que un día perdió también eso: unos ladrones habían ingresado al local y lo vaciaron. Aquello fue la sima de una sucesión de todas las calamidades imaginables que habían impedido que Esther esté corriendo en algún equipo de primera categoría en Europa. Sin embargo, con la decisión propia de los espíritus indomables, en diciembre Esther resolvió irse a vivir a Ibarra y comenzar de cero. Luego de las primeras prácticas, llegaron las fatigas, los dolores, el desánimo, y pensó: “¿en qué me metí?”, pero también pensó en su padre y acordó con Mario, su hermano, que es también su entrenador, competir un año más “por la memoria del viejo”.

Álvaro Alemán, mi socio, profesor, mentor y compadre, me dice por el teléfono que Esther ha logrado alcanzar y rebasar a seis competidoras que salieron antes que ella. Álvaro, que además de literato es deportista, está dotado de un magnetismo particular para cruzarse en la vida de jóvenes talentos. Conoció a Neisi Dajomes, nuestra campeona olímpica de levantamiento de pesas, desde que era una tímida adolescente y apoyó su carrera mucho más de lo que está dispuesto a admitir. Ahora ha prestado el pichirilo de su hija Lía para apoyar la causa de Esther, aunque a última hora decidió cambiarlo por su propio auto para acompañarla en la carrera, no vaya a ser que el pichirilo falle a última hora. Ayer por la noche, Ávaro ha llamado por teléfono a su otra hija, Anahí, que es chef, para pedirle asesoría culinaria y poder cocinar un pollo con arroz para el desayuno de Esther. Ahora, Álvaro va de copiloto de Mario, animando con estruendosas arengas y golpeando con frenesí el parabrisas del auto. Esther no puede escucharle nada debido a que la forma aerodinámica del casco le obstruye por completo los oídos.

Al fin llego hasta la mitad del mundo, donde Álvaro, Esther y Mario están dentro del auto. Esther ha quedado en segundo lugar, a tan solo diez segundos de Paula Jara, la flamante campeona de contrarreloj. Los tres, incrédulos con el resultado, pero ya resignados, salen del auto para saludarme. Esther está muy molesta consigo misma, y promete que en la competencia de ruta no se va a dejar ganar. Converso un poco Mario y me dice que, en su registro, Esther llegó primera con una ventaja de más de un minuto. Me asalta la duda de si los registros oficiales fueron manipulados para perjudicar a Esther. Mario me cuenta que siempre tienen problemas con las autoridades, que el día de hoy les han tratado muy mal, que les han gritado por no llevar el número pegado por afuera del parabrisas, que casi no les dejan usar el carro para acompañar en la pista, porque se necesita una licencia especial, que vale 120 dólares, que solo se ensañan con Esther porque es la única que dice las cosas de frente y no se deja amedrentar. Que, en el mundo del ciclismo, qué sorpresa, hay corrupción, y que ella si no tiene todavía un equipo para competir a nivel profesional en parte se debe a que no está dispuesta al extendido “arreglo” que hacen los equipos con los ciclistas, aquel de “te vamos a auspiciar por cuatro mil, pero solo coges mil y el resto lo devuelves”. Intento animar a Esther y le hago preguntas para hacer un poco de conversación. Me cuenta que no tiene bici para competir en contrarreloj, ni tampoco de ruta, que llegó a este campeonato con las bicis prestadas de don Cosme, un amigo de Ibarra. También que su bici de entrenamiento se le rompió hace una semana. Pregunto sobre el valor de las bicis: el aro tapado, ese que parece un frisbee gigante, cuesta tres mil o cuatro mil dólares, el otro aro, otros mil, el cuerpo de la bici, unos cuatro mil más, y así. Me cuenta que la moto que compraron para que su hermano le acompañe en los entrenamientos se les dañó recientemente y que tendrá que pagar ochocientos dólares por el arreglo. Me cuesta entender como puede afrontar los gastos que demanda el entrenamiento a ese nivel, si apenas tiene un auspiciante que le da un estipendio más bien simbólico que no alcanza ni para media llanta. Y, por último, me cuenta que le dio Covid hace dos semanas y que, después de todo, cree que haber llegado segunda no está tan mal, considerando que solo se encuentra al cincuenta por ciento de su nivel. Le digo que se tome las cosas con calma, que seguramente su capacidad pulmonar no está totalmente restablecida, pero ella insiste en que el domingo dará todo de sí en la competencia. Me despido de todos y empiezo mi camino de vuelta, otros seis kilómetros bajo el sol del mediodía, mientras escucho, una y otra vez, la ovación de la gente que ha venido a alentar a Richard Carapaz, nuestro flamante y adorado campeón olímpico de ruta.

*

El día de la competencia final amanece con un frío intenso y una lluvia necia que, por suerte, ha parado un poco antes del inicio de la carrera. Los varones largan primeros en la carrera, darán 17 vueltas, recorriendo 163 kilómetros y luego van las mujeres, que darán 13 vueltas, recorriendo 124 kilómetros. Van a transmitir el evento por televisión, algo poco usual en un país obnubilado por el fútbol. Es el “efecto Carapaz”. Un ex compañero de la facultad es uno de los relatores de la carrera, el día anterior me contacto con él para decirle que esté atento con Esther, que es candidata segura al podio.

Esther, como de costumbre, se ha despertado cinco minutos antes de que suene la alarma, programada para las seis de la mañana. Se ha levantado eufórica, visualizándose en lo más alto del podio, y le ha pedido a Dios que le de sabiduría. Al salir del hotel, el taxista que llega para llevarlos a la competencia se rehúsa a llevar las bicis, así que tienen que pedir otro. Al llegar al estadio olímpico Atahualpa, lugar de inicio de la carrera, Esther se siente lúcida, aunque un poco nerviosa porque don Cosme, que la acompañará en el vehículo motorizado con una bicicleta de repuesto, todavía no ha llegado. Mario le da el consejo preciso para la carrera, que no les de rueda a las otras chicas, es decir, que no se desgaste yendo de líder desde el principio. Por fin llega don Cosme y Esther se tranquiliza.

Empieza la carrera y Esther siente un hormigueo en la piel, algo que no le pasaba hace mucho tiempo. Yo la veo desde la calle Eloy Alfaro, tercera en el primer pelotón femenino. En la transmisión de la carrera nombran a las tres primeras ciclistas, pero no la nombran a ella. ¿Habré visto mal? En la siguiente vuelta me fijo bien en el número de la espalda: 101. Esther va tercera pero nunca la nombran en la transmisión. De hecho, cada vez mencionan menos a las mujeres de la competencia, y el relato ya solo gira en torno a la categoría élite masculina, y en especial a lo que hace Richard Carapaz. En la vuelta número doce, Ana Vivar, que encabeza el pelotón, se baja de la bicicleta porque ella es sub 23 y esa categoría termina una vuelta antes. Queda entonces solamente Michela Molina en la punta de carrera y, muy cerca detrás, Esther. Seguro va a atacar en esta última vuelta, pienso. No hay forma de saberlo hasta el final. En la última cuesta de la calle Correa, Esther ataca con todas sus fuerzas y cruza la meta en solitario. Ha ganado muchas carreras en su vida, pero es la primera vez que logra el campeonato nacional en la categoría élite. La veo sonriendo en cada foto que se toma con la gente que la busca incesantemente porque quiere llevarse un recuerdo con la campeona. La medalla es cuadrada, como un pequeño ladrillo de oro. Le luce muy bien. Esther ha conseguido honrar la memoria de su padre y, al mismo tiempo, se ha dado una nueva oportunidad en el ciclismo. Ser la campeona nacional de Ecuador le otorga el honor exclusivo de llevar la bandera nacional en el pecho en las competencias de ruta. También le permite soñar con el podio de las carreras más importantes en Colombia y Centroamérica. Quizás, también, pueda conseguir mejores auspiciantes. Y, quizás, si la mala suerte y el destino le dan un respiro, pueda al fin alcanzar su tan anhelado sueño de conquistar Europa.

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