Quiero empezar mi intervención haciendo homenaje a CDA, mientras que señalo a la vez la ambivalencia de este acto de memoria y de reconocimiento canónico hacia un autor que se distingue por su marginalidad. Creo que es justo llamar la atención sobre la incomodidad que genera CDA en el ámbito de la literatura ecuatoriana, su condición de “cuerpo extraño” como se titula uno de sus relatos. Hasta el día de hoy, la extravagancia de El Fakir, como fue calificado en vida, en referencia a su interés por el misticismo oriental, su excentricidad, su morbo, difícilmente encuentra un lugar en el panteón de la grandeza literaria. El hecho mismo de su suicidio ya lo convierte, junto con otras figuras de nuestras letras, en un paria, un ejemplo negativo e incómodo para la instrucción edificante que, lamentablemente, aun gobierna la educación literaria en el Ecuador. Quiero en lo que sigue delinear algunos elementos que permitan esbozar la poética de CDA como una estética de la transgresión, pero no sin antes meditar, aunque sea de forma mínima, en la paradoja de una exégesis de la transgresión que puede convertirse en un mecanismo de desactivación de esa misma fuerza creativa.
Podría partir en el presente ejercicio declarando mi intención. Y lo haré de la manera más directa posible al decir: CDA fue un animal. Detengámonos brevemente en el aserto para explorar algunas de sus aristas. Por animal entiéndase, en el contexto de la frase CDA fue un animal, un escritor despreocupado de aquellos convencionalismos, letrados o civilizados, que puedan restringir su expresividad. Es decir, un poeta desembozado, un narrador iconoclasta, un autor, como cualquier animal, desvergonzado. De otra manera: la animalidad letrada de CDA consiste en su capacidad de desmarcarse de la censura y la normatividad, conceptos ambos, que aplican exclusivamente al sujeto institucionalmente inscripto, y tanto gozar de su actividad como incitar al gozo de ella. Observamos aquí un primer elemento transgresor, vinculado a lo animal: un movimiento que va desde la justicia poética (es decir, la asociación histórica de la poesía con la moral) al gozo criminal (es decir, un ejercicio escritural que no se opone a romper las reglas). El animal habita espacios distantes a esos fueros, de ahí proviene el hálito positivo de la frase, un aire de respeto que reconoce la transgresión animal como horizonte emancipatorio para lo humano.
Sin embargo, CDA fue un animal también marca una ruta indeseable hacia el autor cuencano, la frase no puede pronunciarse sin a la vez reconocer el deslinde de CDA de la especie, su voluntario exilio, su extrañeza inalcanzable, su condición no solo de animal sino también de fiera. Es esta tensión entre una libertad vital, casi irrespirable y una indiferencia feroz ante los convencionalismos letrados lo que caracteriza el discurso daviliano.
Digámoslo de una vez: lo que distingue, deslumbra y desconcierta en los relatos de CDA, lo que lo vuelve intransigente para buena parte de la crítica que se ocupa de su obra narrativa, es la hibridez de su registro, su utilización de un recurso históricamente irregular: la prosa poética. La historia literaria señala un antecedente importante para este tipo de discurso: la obra decimonónica de Charles Baudelaire quien, aunque no fue el primero en explorar esta escritura, sí fue uno de sus primeros teóricos. Baudelaire toma prestados sus argumentos, empero, de una fuente venerada por su generación: el norteamericano Edgar Allan Poe, o “Edgar Poe” como se lo conoce en Francia. Buena parte del entusiasmo que Poe genera en Francia, inexplicable para muchos, se deriva de las 15 páginas que Poe publica tituladas “filosofía de la composición” y que intentan dar cuenta de la manera en que compuso su poema “El cuervo”. El ensayo consiste de dos grandes ideas, la primera es que un poema debe ser corto (Poe señala que los poemas largos se configuran como ráfagas intensas de poesía atadas a verso innecesario), la segunda que un verdadero poema no es el resultado de la inspiración sino del más descarnado artificio. Juntos, estos dos elementos constituyen, en distintas formas, el proyecto literario del posromanticismo. Poe añade un aspecto a su ideario, el principio de que un texto poético se prestigia si se concentra en un solo episodio y produce un solo efecto mediante el uso de un lenguaje apropiado a la atmósfera que genera. Al definir de esta manera al poema moderno, estabilizando así una forma emergente e inestable hasta entonces, Poe no solo definía el tipo de poema que intentaba componer (y lo confundía con el relato) sino que indirectamente, justificaba el “poema en prosa”. La traducción de los cuentos de Poe que realiza Baudelaire se entiende así, como la traducción de poemas en prosa, o de prosa poética, referida a mundos extraños.
La prosa poética en sí, como forma, consiste en una nueva manera de transgredir, esta vez, los rígidos límites establecidos sobre el discurso letrado por medio de novedosas estructuras institucionales: la academia de la lengua, las universidades modernas y otras instancias educativas interesadas en la conservación de la pureza de los géneros. El escándalo que tiene lugar en manos de los decadentes, Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé y más adelante figuras como Walt Whitman, pone en crisis no solo las categorías “clásicas” sino el poder simbólico de sus vigías. El artista se convierte, en este nuevo escenario, en un combatiente contra las ideas imperantes y a la vez, en una paradoja: un marginal con poder.
Situemos entonces tres ideas sobre la prosa poética:
- Se trata de un discurso liminal, nuevo, transgresivo, que manifiesta, como señala John Gerlach, “una preferencia por su propio medio expresivo, en lugar que por su ostensible temática”. La prosa poética llama la atención sobre sí misma y así exhibe ante las audiencias, su propia artificialidad o condición de producto.
- La prosa poética demuestra el deseo utópico, tanto de la literatura como de la sociedad, de abrirse y de aceptar formas discursivas previamente excluidas, de hacer lugar también, para otras manifestaciones de marginalidad.
- La prosa poética consiste de la conciliación de dos estrategias enfrentadas. Por un lado, la lírica, que aspira detener el tiempo en una imagen, por otro la narrativa, que quiere concatenar hechos de manera diacrónica.
Pero es ya hora de volver a la narrativa de CDA en busca de la materialización de estos conceptos. Antes de acercarnos a uno de sus cuentos quiero, brevemente, volver al asunto del animal, y de la vergüenza.
Y quiero hacerlo esta vez, mediante la evocación del más vergonzante de los recursos literarios: el apóstrofe. El apóstrofe se define como una figura literaria que consiste en dirigirse, durante un discurso o narración, con emoción o vehemencia, a un interlocutor que puede estar presente, muerto o ausente, a objetos inanimados.
Veamos un ejemplo:
Olas gigantes que os rompéis bramando
en las playas desiertas y remotas,
envuelto entre sábanas de espuma,
¡llevadme con vosotras!
Gustavo Adolfo Bécquer, Rima LII
Observamos aquí la desfachatez del ejercicio poético en plena gloria. Y la mayor parte entre nosotros no deja de incomodarse ante semejante acto no solo anacrónico sino también impúdico. El poeta se dirige aquí a las olas del mar, ¡cómo si pudieran entenderlo! Como si estuvieran en capacidad de responder. Nos incomoda también la súplica, un acto ciertamente mejor llevado en la intimidad, o al menos a puerta cerrada. Y junto con todo esto también está la ruptura del orden profesional: observamos que el lector se exalta, algo que no corresponde a un sujeto “disciplinado” en los múltiples sentidos de la palabra.
El apóstrofe surge con frecuencia, en el mundo contemporáneo, con relación a los animales, seguramente les habrá sucedido a ustedes, con mayor o menor intensidad, el ser testigos de la oración vocativa que el dueño o la dueña de un perro le dirige a su mascota al llegar a casa: “Bonito, hermoso, querido, cómo está mijo, cómo está mi bebé, sí, estoy contento, me extrañó no es cierto, etc.”.
Si ustedes se parecen a mí en algo, volverán a sentir en este nuevo escenario, los golpes de la vergüenza. Una vergüenza ajena, que experimentamos, precisamente ante el abandono del recato de la dueña de mascota, entregada al diálogo imposible y por ende parcialmente hechizada por el animal, animalizada inconfundiblemente, presa de la dicha imposible del apóstrofe. La vergüenza que sentimos es así doble, por un lado, una vergüenza que intenta suplir la humanidad momentáneamente perdida de nuestro interlocutor, entregada al animal y por lo tanto pos-humana; por otro lado, también forma parte de esa vergüenza el conocimiento sepultado en nuestro interior de que nos resistimos a reconocer en el animal un sujeto moral. En la guerra que nuestra especie le ha declarado al mundo animal, nuestra negación de ese acto irrefutable, de alguna manera ruboriza.
¿Qué tiene que ver todo esto con CDA? Mi hipótesis de lectura de buena parte de los relatos de CDA postula que el apóstrofe se aloja en el interior de esos textos para propiciar una lectura incómoda y abierta al misterio del no humano.
Veamos un ejemplo brevemente, “El cóndor ciego”. Para quienes no conocen el relato, DA antropomorfiza una bandada de cóndores andinos; es decir, estos cóndores hablan, recuerdan, dialogan. El relato menciona al menos cinco: Sarcoramphus, Huáscar y Chambo, tres acólitos del epónimo “cóndor ciego”, aprendices y aves jóvenes, junto con Amarga, la amante y pareja del protagonista que éste evoca por medio de la memoria. Al igual que la mayor parte de los relatos de CDA, el asunto es corto: hemos sido llamados, junto con los demás carroñeros, para ser testigos del suicidio del patriarca. En preparación para su vuelo final, el protagonista pide comer los restos físicos de un arriero caído al desfiladero junto con su mula. Lo hace y luego comete su último vuelo.
El relato consiste de un tour de force por el virtuosismo lírico de CDA, sus descripciones del hábitat de las aves, su evocación de la atmósfera del cónclave final, su construcción de un lenguaje ritualístico para la experiencia, incluida la preparación de sonidos onomatopéyicos para los cóndores. “El cóndor ciego” constituye una de las cumbres del relato ecuatoriano del siglo XX. En un momento determinado tiene lugar el siguiente intercambio, cito:
“–Sí; para ti un hombre y una mula rodaron en Quebrada Seca al pie de las sulfataras. Cadáveres frescos, ¡descansen y vuelen!”
Aquí observamos la entrega de la noticia que Chambo ofrece al patriarca, luego de que éste lo ha enviado de vigía. El fragmento presenta varios elementos: primero está la subordinación del hablante ante la autoridad, “para ti…rodaron”, un gesto lingüístico curioso en tanto la adopción del familiar “tú” en lugar de la fórmula “usted” parece deshabilitar ese gesto. En una segunda lectura, sin embargo, notamos que la construcción de la frase sitúa al receptor en la posición de fuerza del destino en lugar de simple interlocutor; la utilización del vocativo familiar de esta manera forja una relación de complicidad entre Chambo, el Cóndor Ciego y nosotros: todos somos testigos y participantes, del inevitable ritual que presenciamos. Pero lo notable ocurre más adelante, con la frase ¡descansen y vuelen!
Vemos un exhorto apostrófico aquí, en la boca de un cóndor. El ave se dirige no solo a seres inanimados, dos cadáveres, puestos en igualdad de condiciones como objetos, sino que uno de ellos es humano. El animal ejerce aquí un discurso forense. La palabra viene de forum, foro, lugar, espacio habitado y de la práctica y la habilidad de argumentar ante una asociación profesional, política o legal. La forénsica siempre formó parte de la retórica, aunque su dominio no solo incluye la palabra humana sino también los objetos. En la retórica forense los objetos pueden dirigirse al foro. Dado que los objetos no hablan por sí solos, se requiere una interpretación y a una persona o una tecnología que pueda mediar entre objeto y foro para ubicar al objeto.
–¡Descansen y vuelen!– Dice Chambo a los cadáveres, una instrucción que es a la vez una aporía en tanto ambos actos parecerían contradictorios. Es importante que la figura del apóstrofe aparece aquí, para que no existan equívocos, entre signos de exclamación. No olvidemos que la definición de la figura explícitamente señala que se trata de dirigirse a un objeto inanimado, con emoción o vehemencia, como si la pasión del exhorto volviera inconsecuente el contexto comunicativo. Lo que aquí importa, parecería decir la figura, es la configuración de la intensidad afectiva como garante de poeticidad. El apóstrofe entonces, no se dirigiría a un elemento inexpresivo de manera inútil, más bien ese elemento se constituiría como ocasión para la manifestación de la vocación profética del hablante, su asunción como continuador de una función milenaria. El apóstrofe aquí, en este segundo nivel de significado del recurso, no sería un acto incomprensiblemente fútil y solipsista, consistiría más bien en una celebración del excepcionalismo del acto poético expresivo como rito, un acto comunitario, en el que participamos, convidados, como celebrantes y sujetos de comunión.
Más adelante en el relato, la fórmula se repite, cito:
Terminó el fúnebre almuerzo; restregó el pico sobre las rocas y agradeció:
—El indio era joven… ¡Descanse y vuele!
— ¡Descanse y vuele! —confirmó Chambo convencido —Y muera conmigo otra vez… ¡esta misma tarde! —exclamó el ciego con repentino aire de misterio.
Quiero terminar con un comentario final sobre la presencia del apóstrofe en este relato de CDA. Como ya se dijo, la figura del apóstrofe produce desconcierto en un escenario como el presente en que la poesía se ha convertido principalmente en una actividad solitaria y silenciosa, fruto del consumo fundamentalmente privado del lenguaje poético. En un clima tal, el exhorto apostrófico se confunde con el arrobamiento solipsista de un enajenado, aquel que da la espalda a la convención dominante relativa a la distribución y la propiedad del lenguaje expresivo. De manera alternativa a este primer nivel de lectura del apóstrofe, su presencia podría anunciar el celo profesional, la marca del especialista o del “poeta”, este sí, autorizado, desde la especificidad de su práctica, a la efusividad vergonzante, ahora apenas tolerada, del apóstrofe. En cualquiera de estos casos, el apóstrofe implica una relación que tiene lugar al interior de un solo sujeto, en diálogo con sí mismo, en aras de autoafirmación.
Un segundo nivel de lectura del apóstrofe revela una fase distinta de la figura. Se trata, en este nuevo contexto, de efectuar una triangulación en donde la espalda que el poeta ofrece al público es en realidad una simulación, el poeta se dirige a su audiencia a través de la ocasión del ser inanimado. La relación es ahora yo-tú, un diálogo, ciertamente extraño en el momento presente pero habitual en el pasado en donde la lírica como vocación histórica se reafirma mediante la evocación de un pacto entre poeta y audiencia, un entendimiento que a su vez genera un evento, ese evento es la expresión poética en sí, que celebra la voz viva y su capacidad de construir mundos. El apostrofe así no pide que el mundo inanimado viva, se constituye como aquella fuerza capaz de crear una realidad (lingüística) dispuesta a responder a su creador y a su audiencia en un rito compartido en el que el apóstrofe funge como propiciador del diálogo.
Pero existe una tercera posibilidad, implícita en “El Cóndor Ciego”, un relato en donde es el animal el que produce el apóstrofe. En este tercer nivel, el ser humano es el objeto inanimado y debe esperar para recuperar su agencia en el vuelo del cóndor. Es el animal, aquel objeto en contra de quien se define el humano, el que lo llama, para fundirse en él en un último e imposible vuelo. La relación que propone CDA no es aquella habitual en la comunicación contemporánea, manifestada convencionalmente a nivel del diálogo interior o el diálogo entre afines, tampoco consiste en la elaboración del consenso entre sujetos diferentes. Lo que propone CDA a través de su relato es un diálogo entre sujeto y objeto, desde el objeto. Un acercamiento forense en que el sujeto humano muerto o concebido desde el cadáver, es llamado a dialogar con un sujeto animal emancipado. El animal es la manifestación final del otro, el desafío penúltimo, la frontera de nuestra capacidad comunicativa. En los confines de las cumbres inhóspitas de los Andes, en las orillas rocallosas del Tungurahua, habitado por lava y nieve a la vez CDA imagina la instancia más vergonzosa posible: la desfiguración de lo humano y su reconfiguración en la figura de un cóndor suicida.
Oh cóndor ciego, animal daviliano
Oh Fakir centenario,
Grrr top top
Danos el pan diario de la desvergüenza
Y conmina a los ecuatorianistas a que te olviden.
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